viernes, 12 de marzo de 2010

No, hoy no.

Hoy es uno (otro) de esos días en los que no merece la pena haberse levantado. Nada más abrir los ojos al viernes 12 de noviembre de 2010, escuché algo que me hizo querer volver a cerrarlos; Miguel Delibes está en estado crítico en el hospital, con 89 años y cáncer de colon. A las dos y media de la tarde supe que había muerto.

Hoy todo huele mal. La sala desde la que escribo está llena inundada del olor a sudor que se pega a las tapicerías de las sillas. La biblioteca huele a papel mojado. Las calles por las que acabo de caminar apestan a orina de niñatos borrachos de una botellona de ayer, y aún quedan botellas de ballantines desparramadas por la avenida. Las hojas empapadas de los arriates empiezan a descomponerse en materia orgánica fertilizante, y pestilente. El aire de la escuela está cargado de polvo de yeso, de ese que se pega a las mucosas de la nariz y te reseca. Las salas de estudio huelen a esfuerzos titánicos, a aburrimiento, a desesperación.

Me bloqueo. Me canso de estudiar, me canso de esta rutina espartana de 12 horas de actividad mental en la maldita Escuela Superior de Ingenieros, para que llegue a casa con más estrés del que salí, con más cosas que hacer, con más promesas de organizarme mejor, de cuidarme más, de cuidarle más, de salir más, de estudiar más... todas esas malditas promesas que todos los días por la mañana me hago y que por la noche ya han muerto, cuando desaparece mi dosis diaria de cafeína.

Y hoy, tocaba reventar. Cuando murió Benedetti también reventé. Qué tendrá la muerte de un artista, que me siento como si hubiera muerto un amigo, que me hunde el más reluciente de los días, el más prometedor de los viernes. Tengo a mi lado una botella de agua y la bebo como si estuviera llena de whisky, del ponche de los deseos de Michael Ende, y a cada trago, en vez de calmarme la sed del café con demasiado azúcar, me hace pensar en un deseo que quiero que se cumpla aquí y ahora. Hay demasiadas luces a mi alrededor, demasiado calor, el aire está enrarecido y lleno de humedad. Echo de menos el tiempo de aburrirme, el tiempo de no tener que pensar en nada y no sentirme culpable por ello. Necesito tiempo para dejar de pensar en que tengo que convertirme en una superwoman a la orden de ya. Un respiro, un descanso, algo que me borre del mundo durante un par de horas y me devuelva a él como si hubiera dormido varios eones.

Hoy no me trendría que haber levantado de la cama. Hasta él está enfadado conmigo, compartiendo mi hastío pero sin empatía. Me odio por no ser capaz, otra vez. No me rindo, pero me flaquean las fuerzas, me derrota el peso del mundo sobre mi espalda, vuelvo a andar enconrvada y a trastabillar con los tacones que hoy luzco en un vano intento de mejorar mi aspecto demacrado. Otra vez, ¿qué hago mal? ¿qué me falla, maldita sea? ¿qué me falta por darle a la vida, si se queda hasta con el último de mis alientos? Hay algo en mí que me dice que fallo en los principios, es mi parte bohemia. Aunque creo que ella tampoco va a arreglar nada. De qué me vale, en esta sala con un aire denso, pesado como el petróleo, agarrado a mis pulmones y que se niega a salir, y que también ayuda a encorvarme.

Me siento culpable de hacerle llorar. Pero ya ni eso puedo evitar. Se me resbala el bolígrafo de los dedos y no soy capaz de atinar ni una derivada parcial. No funciono bien cuando estoy triste. No funciono una mierda cuando estoy triste.

Será mejor que lo deje antes de que no pueda distinguir las letras de la pantalla.

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